Se rompió el ascensor de tanto usarlo. Un día, decidió que no quería seguir subiendo y bajando a los habitantes de esa casa que, a pesar de la recomendación primero y la prohibición después de salir a la calle, continuaban haciéndolo trabajar cada día más veces de las que debería.
Eso pensaba Mónica sobre el ascensor mientras se preparaba para salir a la calle. Sin embargo, en tiempos en los que toca estar en casa si o si, no por elección, le hacía gracia verse pensando en que el ascensor estaba harto de que le hicieran trabajar.
De todas formas, no le importaba subir y bajar las escaleras, así podría moverse algo más, pasar un poco más de tiempo fuera de esas cuatro paredes que le acompañaban día a día y ya de paso, ayudar al descanso del ascensor.
Era un día de primavera y hacía sol. Buen día para salir un ratito, dar un pequeño paseo matinal de domingo, aunque solo fuera con la excusa de conseguir pan y el periódico. Una vez alcanzado todos sus objetivos no quedaban más excusas, el tiempo de dar un pequeño rodeo entre las calles paralelas a su portal para volver a casa.
Al llegar al portal, se paró un instante y dejó que el viento le revolviera el pelo. No tenía intención de recolocárselo, ni siquiera para poder ver, ya sabía los pasos a dar. Buscó las llaves en la bolsa de tela que hacía de bolso porta objetos personales y de bolsa de la compra a la vez y abrió la puerta adentrándose en el oscuro portal. Sin dudar, comenzó a subir las escaleras.
Cuando estaba llegando al tercer piso, vio la puerta de una casa entreabierta sin nadie detrás o delante, y solo por un instante se paró ahí mientras se le pasaban por la cabeza distintas explicaciones. Quizás fuera alguien que necesitara ayuda y había logrado abrir la puerta. Quizás alguien había salido a tirar la basura y como solo iba a ser un momento no había cerrado la puerta de casa, o puede que se le hubiera olvidado cerrarla. Quizás el habitante de esa casa esperaba a alguien.
Quizás encontrase la respuesta o puede que no, así que continuó ascendiendo.
Al llegar al cuarto piso sus quizás ya se habían volatilizado en su mente, pero descubrió la respuesta verdadera, ya no había lugar para que su mente siguiera inventando posibles explicaciones reales u oníricas.
Ahí estaba la vecina, la dueña del perro que casi se cae por el balcón y tuvieron que rescatar los bomberos, entrando a hurtadillas y con una sonrisa pícara, en casa de otra vecina, esa que antaño robaba las cartas de los buzones. Ambas compartían la sonrisa cómplice, como dos chiquillas que saben que están haciendo una gamberrada.
Las tres mujeres se cruzaron las miradas y solo por un instante a la más joven de ellas, Mónica, se le pasó por la cabeza decir, hacer algo. “Señoras, por favor… ya tienen una edad… son población de riesgo… y ya si no piensan en ustedes, piensen en los demás…”
Ningún sonido surgió de su garganta. Ni de ella, ni de las señoras chiquillas. Ni siquiera un saludo tímido o un mínimo movimiento de la cabeza. Como dos chiquillas ágiles, las señoras se escondieron rápidamente tras la puerta.
Otro instante más en el descansillo, Mónica se planteó la inconsciencia imperante, la responsabilidad y la irresponsabilidad, el falso miedo y el altruismo de otras gentes. Pero no todo fue un instante pues algo de todo aquello quedaría algo más de tiempo en alguna de sus mentes.
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